“Un humano lo hubiera entendido…”

Yo, Robot (2004).

 

“Su obra (la de Mark Fisher) iba contra la actual corriente antiintelectualista, que ha intentado aplanar las cosas hasta el nivel de la instrumentalidad cretina y la estupidez utilitaria.”

Introducción del Editor, Darren Ambrose, a K-Punk. Volumen 1.

 

 

1. Futuros próximos

 

Mark Fisher cuenta, entre sus importantes legados, con un artículo que tituló “Un robot historiador en las ruinas” —2008—, en donde además de plantear su perspectiva sobre la película “Wall-E” (2008), interpela poderosamente el trabajo de la disciplina histórica, en tanto que, a propósito de un pequeño robot, la denomina como una tarea “hauntologista-bricoleur”, en contrapeso de individuos que dicen ser humanos pero que han olvidado lo que les ofrece tal condición (FISHER, 2019b). Este texto de Fisher es una importante invitación a reflexionar la tarea historiadora respecto del presente y el futuro, aunque él mismo no lo haya pensado con semejante magnitud. Hoy habitamos futuros múltiples que fueron imaginados, y también construidos, en otras épocas. Pero no por ello, decía el mismo Fisher, debemos olvidar nuestra lucha de “inventar el futuro” (BURROWS, 2017).

Un historiador del tiempo presente es una combinación de Wall-E, el detective Del Spooner (de Yo, Robot —2004—) y el Joker (en particular, la versión recientemente encarnada por Joaquin Phonex). Procuremos observar estas perspectivas, en un entrecruce tanto de las tareas historiográficas como la comprensión de lo que significa ser contemporáneo y del cómo nos hacemos contemporáneos en la perspectiva Giorgio Agamben. Por su parte, Reinhart Koselleck consideró que la historia del tiempo presente era “un difícil concepto” (KOSELLECK, 2001). Y no era para menos, entendiendo los prejuicios, incomprensiones y perspectivas que subyacen tanto en el entorno como en el interior de la comprensión de la contemporaneidad. Hugo Fazio ha considerado que una comprensión de este enfoque historiográfico, en tanto su condición de proceso teórico y metodológico, implica una aproximación a sus características fundamentales, las condiciones metódicas, la función del historiador y su relación con un cierto régimen de historicidad (FAZIO, 1998; 2009; 2010). En una síntesis, Fazio piensa que,

 

La historia del tiempo presente, tal como la entiendo, comparte indudablemente muchos presupuestos con las perspectivas señaladas previamente. Se puede afirmar por el momento que es una historia abocada al estudio del ahora, se interesa por el tiempo compartido, por el fluir (current) de la vida tal como acontece en la actualidad; es, en el fondo, una propuesta de estudios histórico cuyo final se encuentra abierto y que trasciende la organización cronológica. Mantiene, sin embargo, importantes diferencias: centra su atención en la ubicación del presente en el tiempo; presupone una organización conceptual y metodológica en el estudio del presente que rompe con la secuencialidad de la cronología, y su contenido en parte se desprende del tipo de organización social que caracteriza a nuestra contemporaneidad. La historia del tiempo presente es aquella que se interesa por inscribir el presente en las profundidades y espesuras del tiempo histórico, y ello hace que sea una empresa muy distinta a la historia contemporánea, actual, inmediata, reciente, del presente a secas, o del ejercicio periodístico. (FAZIO, 2010, p. 44-45).

 

Esta posición de Fazio, que compartimos en términos generales, se instala entre quienes consideran que la historia del tiempo presente no tiene nada de nuevo, y quienes creen que resulta algo notablemente innovador. Este espacio intermedio, en la medida que interroga las fuentes y sus usos, la ubicación temporal de quien construye la historia y las respuestas a las diversas transformaciones de una actualidad determinada, recompone las relaciones entre la historia y la memoria. Bien ha sostenido François Dosse que,

 

El historiador del tiempo presente inscribe la operación historiográfica en la duración. No limita su objeto al instante. Debe hacer prevalecer una práctica consciente de sí misma, lo cual prohíbe las ingenuidades frecuentes ante la operación histórica. Inscripto en el tiempo discontinuidad, el presente es trabajado por quien debe historizarlo mediante un esfuerzo por aprehender su presencia con ausencia, a la manera que Michel de Certeau definía la operación historiográfica. (DOSSE, 2003, p. 135).

 

En ese sentido, el mismo Fazio (2010) considera que, la tarea del historiador del tiempo presente es similar al flâneur de Walter Benjamin, ya que construye un montaje, renovando y produciendo fuentes, a favor de construir una cartografía de la historia global. Se trata, entonces, de un tipo de arqueología a la manera de Michel Foucault, que interroga nuestra constitución actual, a través de acontecimientos que no dependen exclusivamente de la cronología. Se trata de tiempos cortos y acelerados, en el marco de experiencias que dialogan entre la globalidad y la localidad.  Esto no implica que dichas experiencias no posean formas de largo plazo, en la medida que corresponde a su vez a una re-escritura.[1] Porque cuando se refiere la condición flâneur, el origen importa sin duda, pero también la poderosa participación de lo que está por-venir, el futuro. Aunque deberíamos pluralizar los futuros, porque justamente, como ha venido sosteniendo Franco Berardi, es esa condición multidimensional la que hoy está en entredicho gracias a usos de la estadística y la informática, y la manifestación de ello en el filtro burbuja (BERARDI, 2019); toda una máquina global que pretende singularizar los futuros, y que ha sido llamada por Warren Neidich como “statisticon” (NEIDUCH, 2014).

 

2. Un historiador “hauntologistabricoleur

 

Wall-E es un historiador en las ruinas, decía Fisher (2019), que, en medio de su rutinaria presencia en un mundo lleno de basura, y deshabitado por los humanos, se entrega a la curiosidad. Se trata de un robot que posee una falla en su programación, situación que le provoca la manifestación de emociones. Porque como ocurre en la novela (y la serie —2017—) Carbono Alterado (2015), los personajes insisten en reconocer que no hay nada más humano que estar roto, en medio de relaciones, justamente, llenas de fallas. En tanto, los obesos humanos de la película que nos guía, se impiden la posibilidad de la experiencia, ya que corresponde a generaciones herederas de lo que Sadin ha llamado la “neurosis de tiempo real”. Con esto último se

 

remite a una condición antropológica en emergencia que pretende controlar todo y no abandonar nada a la incertidumbre o al azar, dando rienda suelta a la voluntad de asentar una dominación absoluta, no ya sobre la naturaleza, como se decía antaño de la ciencia, sino sobre el curso de las cosas. (SADIN, 2018, p. 204-205).

 

Fisher nota con toda brillantez que, no podemos caer en la trampa dispuesta aquí por Pixar/Disney. Porque mientras aparenta insultar a los consumidores, con la figura de humanos obesos incapaces de muchas cosas; el robot sirve de ocultamiento al “gran ironista” que “es el capital”, en la medida que, “fácilmente es capaz de metabolizar la retórica anticorporativa y vendérsela nuevamente a la audiencia como entretenimiento” (FISHER, 2019, p. 79-80). Aquellos obesos e incapaces individuos, no solo se han permitido la sustitución de la experiencia, por una algoritmización de la vida cotidiana. También, son evidencia del “realismo capitalista”[2], en donde la “interpasividad” permite que los dispositivos electrónicos supongan un disfrute por nosotros, mientras somos incapaces de contar con un objetivo y una narrativa de vida, así como de un horizonte de futuro; mientras nos sumimos en una “lasistud hedónica (o anhedónica): la narcosis suave, la diera probada del olvido: PlayStation, TV y marihuana” (FISHER, 2016). Una sociedad cansada (HAN, 2018), como los humanos de la película, de tanto miran y buscan ser-en-sus-pantallas.

La experiencia de aquellas representaciones de humanos parece no existir, aunque ellos confundan la historicidad misma con los datos, mientras no pueden pararse siquiera de sus sillas voladoras. Sin embargo, gracias al fallo ya referido del pequeño robot, su tarea de compilador (de desperdicios) se ve poderosamente alterada, en tanto combina curiosidad con emociones, en busca de preguntarse por quién hábito aquel mundo. La historia del tiempo presente —y diríamos que le disciplina en general, e incluso las Ciencias Sociales— debe enfrentarse a esas expresiones del quehacer y el pensar radicadas entre dichos humanos y la sonda EVA —la cual, cumpliendo una determinada misión, busca en la basura sin un ápice de empatía hasta dar con su objetivo; mientras el resto le parece insignificante, incluyendo el mismo Wall-E. ¿Acaso eso no es lo que hacemos cuando neutralizamos y normalizamos las fuentes y los archivos en busca de una historia “pura”?

Kosselleck dio por llamar historia “pura” a la que adolece de experiencia (PLATO, 2005). Sin embargo, cuando pensamos la historia del tiempo presente como “un estudio de un acontecimiento ocurrido en nuestra inmediatez”(FAZIO, 2009), así como de diversos procesos, tal ausencia debería ser improcedente. Pero cuando nos enfrentamos a esta historiografía (la historia del tiempo presente), también buscamos hacerlo con lo contemporáneo, con todo un actualización (PEREIRA; ARAUJO, 2018). En esas montañas de basura en las que tiene presencia Wall-E, los acontecimientos se constituyen de anacronismos. Pensar lo contemporáneo implica atender su condición intempestiva, al mismo tiempo que la posibilidad de cegarse ante la oscuridad o la intensa luz; de forma simultanea que buscamos hacernos contemporáneos al escuchar y interpelar el presente; y para ello, un hacer memoria, a través de una arqueología, que desde la basura se pregunta por quiénes habitaron/habitan este mundo (AGAMBEN, 2011).

De la misma manera, el trabajo con fantasmas es “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones” (DERRIDA, 2012, p. 12). Entendiendo esto en la perspectiva derridiana, es posible pensar una historia del tiempo presente, que, tras las huellas, la basura, preste oídos a esos espectros que se manifiestan con intensidad gracias a su autoridad, y sus pretensiones de prescribir lo que está por-venir (DERRIDA, 2012). Y con ello, estamos refiriendo no solo los fenómenos, también las posiciones historiográficas y disciplinares, que empujan una lógica de la herencia. Allí radica justamente el archivo (DERRIDA, 1997; FOUCAULT, 2010), esa montaña de basura sobre la que trabaja la figura de Wall-E. Por eso, esta historia del tiempo presente de impronta “hauntologistabricoleur” es impura en tanto deconstruye las versiones oficiales que suelen reinar conel periodismo, y a veces también, con la ciencia política y la sociología. Porque esa “lógica del fantasma” es también la posibilidad de resistir la muerte que se instala en las negaciones del conocimiento construido en Occidente y las ciencias sociales en su conjunto, y que se repiten sin pausa (MARTÍNEZ, 2019). En este sentido, la figura de quien hace historia manifiesta en Wall-E, resulta muy parecida al “trapero” de Walter Benjamin. Ese que, con desperdicios, con basura, construye historias, mientras está profundamente atento a las ruinas en donde se hallan. Un historiador “hauntologistabricoleur” (FISHER, 2019b)[3], que se resiste a su repetitiva vida, tal y como Wall-E, a través de la curiosidad, las emociones y la empatía, en medio de los intempestivos encuentros cotidianos.

 

3. Yo, Robot. Yo, Historiador.

 

El detective Del Spooner (de Yo, Robot[4] —2004—) ostenta un considerable desprecio por los robots, ante un evento del pasado en donde un robot desobedeció una de sus ordenes para salvar una niña; ya que la máquina ejecutó un cálculo de probabilidad. En tanto, él mismo, sin saberlo desde el inicio, es un cíborg. El personaje y la película nos interpela para pensar, además de la historia del tiempo presente, el cómo la ideología nos afecta (en la disciplina histórica y las Ciencias Sociales). Fisher (2019) abre uno de sus artículos haciendo una cita, tan ilustrativa como provocadora, en la cual se decía entre otras cosas (y valiéndose del concepto de ideología de Žižek) que, “el problema de la ideología no es que se trata de una falsedad de la que debemos ser persuadidos, sino que es una verdad que ya aceptamos sin saberlo”[5]. De la misma forma, el personaje nos arroja a preocupaciones similares de las planteadas por Thiago Lima Nicodemo y Oldimar Cardoso, respecto de las afectaciones al oficio del historiador por parte del universo digital y los desarrollos de la inteligencia artificial (y en su conjunto, las ciencias sociales (BRAIDOTTI, 2015; FERRANDO, 2014; 2016)) (NICODEMO; CARDOSO, 2019). No en vano, tenemos robots construyendo y analizando datos, así como, edificando narrativas en el marco de criterios cualitativos y cuantitativos. ¿De qué hacemos y haremos historia sin la existencia de la naturaleza humana? Parafraseando el título de la brillante obra de Razmig Keucheyan, hoy la naturaleza es un campo de batalla (KEUCHEYAN, 2018), y en particular la naturaleza y condición humana.

Podemos decir que, Del Spooner, se corresponde a la figura más convencional de historiador del tiempo presente —aunque respecto de sus visos de contribución ya se anotarán más adelante. No en vano, su descripción se correspondería a un individuo profundamente preocupado por la condición humana, pero que continuamente hace las preguntas equivocadas respecto del pasado y del presente. De la misma forma, su interés por dar sentido a huellas desperdigadas le hace, junto con una antigua experiencia, negarse a los avances tecnológicos, en particular la inteligencia artificial. Y su forma de manifestar dicha resistencia, es paradójicamente acudir a un mal del capitalismo tardío, manifiesto en la cultura pop, la nostalgia. Pretende defender su condición humana de las transformaciones recientes, usando artilugios de la producción en masa. No es casual entonces el uso que hace de una motocicleta a gasolina, los zapatos deportivos de una marca reconocida (Converse), y especialmente, un reproductor de música (habitualmente conocido por ser contar con la función de “manos-libres”).

Simon Reynolds mostró hace ya un tiempo el cómo la década de 1980, y en particular el pop, traía consigo ese vaciamiento del pasado (REYNOLDS, 2012), y en su conjunto de la experiencia temporal, que Jameson había denunciado respecto de la posmodernidad (JAMESON, 1991). Esa “adicción a su propio pasado” por parte del pop, se constituye en lo que el mismo Reynolds denominó como “retromanía”. Pero ello no corresponde a una invención de aquella década, en donde justamente el programa neoliberal se asienta de tal forma que fabrica subjetividades. En cambio, como lo ha mostrado muy Sibilia, estas obsesiones por el registrarlo todo corresponden al siglo XIX (SIBILIA 2018), y aunque hoy puede alcanzar niveles exasperantes con los artilugios electrónicos, fueron disciplinas como la historia, y su manía por los archivos, las bibliotecas y los museos, las que edificaron esta forma de memoria de tipología compilada en contrapeso de la memoria colectiva (Kansteiner, 2002; Tello, 2018). [6]

Y semejante obsesión por el registro, se justifica, tal y como en la película en cuestión, con la idea de que todo se hace para proteger a la humanidad de sí misma. Marshall Sahlins, mostró hace un tiempo que semejante propósito corresponde a una ilusión, construida por Tucídides, el historiador ateniense, y diseminada en Thomas Hobbes y John Adams, entre otros, hasta constituirse en un paradigma de comprensión de la humanidad en el mundo occidental (SAHLINS, 2011). Por eso, no resulta una casualidad que el ordenador central —en la película—, que sustituye esa metafísica del Estado moderno, manifiesta con toda contundencia que, “algunos seres humanos deben ser sacrificados y algunas libertades deben ser restringidas”. Así, la ciencia (natural y social) queda presa de semejante ilusión. No en vano, el mismo Spooner atado a esa conservadora lectura del mundo y las relaciones sociales, se pregunta de forma negativa por la posibilidad de una revolución. Hasta el mismo, duda de que construir un futuro distinto al supuesto por el realismo capitalista sea factible. Lo interesante de los haces de luz sobre la comprensión del tiempo presente están sugeridos no solo aquí por el robot Sonny, también por Wall-E y por algunos de los androides que pueden notarse en la serie Westworld, en la medida que, con diferencia de muchos seres humanos, estas máquinas sí se interrogan por el mundo y por sí mismos.

Por eso, además de “hauntologistabricoleur”, el historiador del tiempo presente desarrolla su propia versión de la blasfemia cíborg a la mejor manera del detective Spooner. En tanto que, en un mundo transhumano, asume su responsabilidad de ser contemporáneo, y junto con ello retorna a la política, para reinventarse y renovar el lenguaje (MARÍNEZ, 2020). Esta blasfemia, en el sentido de Haraway, es irónica, comunitaria y atiende las contradicciones internas de un sistema; al mismo tiempo que, constituye una estrategia retórica y un método político que atiende poderosamente las experiencias de los sujetos en el marco de las aparentes oposiciones entre realidad y ficción (HARAWAY, 1995). Parafraseando a Jorge Fernández y su idea respecto a la posibilidad de una “filosofía-lego” (FERNÁNDEZ, 2011), hablamos de una “historia-lego” que recompone lo que decimos sobre la humanidad.

Esto es notablemente distinto a la hipocrecía de muchos integrantes de las Ciencias Sociales, que se presentan “anticapitalistas” y “anticorporativistas”, cuando en realidad lo que hacemos es procesar un producto (investigativo) determinado y presentarlo como “alternativo”, no siendo más que un recalentado, ajustado a cánones o mainstream.[7] Hoy se nos impone retos a favor de interrogar nuestras formas atroces de administrar la realidad, y de sustituir la nostalgia por formas para pensar históricamente el presente. Por eso, la historia del tiempo presente es una re-escritura en el sentido de Koselleck, antes indicado, mientras puede ampliarse y concebirse como una “escritura del desastre” (BLANCHOT, 1990). Y con ello se está diciendo esa capacidad de re-ensamblar, de desescribir lo histórico; de tal forma que dicha escritura afecte el por-venir, contribuyendo así en la exorcizar los fantasmas y re-componer los robots —estadística e informática, especialmente— para nuestro favor.

 

4. El tiempo está fuera de quicio.[8]

 

El Joker (2019) puede también constituirse en un figura historiadora, en tanto desafía el archivo (arkham), politiza la ira (y con ello la salud mental), y explota esa industria de la felicidad con la cual el neoliberalismo ha buscado justificar casi todo, incluyendo el “estalinismo de mercado de la educación” (FISHER, 2019a). El Joker nos interpela, y lo evitamos a toda consta, porque él representa la locura de la cual huimos sin cesar. El Joker nos desquicia, nos saca del tiempo, pone en riesgo la coherencia de nuestro ser-en-el-mundo.[9] Y no es una casualidad que el hospital psiquiátrico —del cómic y la película— se llama “Arkham”, tal y como la ciudad creada por H.P. Lovecraft,[10] y utilizada en el cómic de Batman para la reclusión de muchos de los villanos, pues funciona como cárcel/manicomio —ni Foucault lo hubiera pensado mejor (FOUCAULT, 2015ª; 2015b). Pero la señal en esta película (respecto del Joker), es también el archivo. No olvidemos la poderosa relación que nutre la raíz “Ark”: arca, arconte, archivo.[11]

Precisamente, como nos lo recordara Derrida, Arkhé posee un significado doble, comienzo y mandato (DERRIDA, 1997). Y esto no funciona solo para la diégesis de la película en cuestión, funciona para la hermosa idea que se despliega: en el archivo se radica la locura, esa misma que nos permite ver de otra forma eso que hemos pensado es la realidad. Arkham es comienzo, es mandato, se autoriza la interpretación, y el Joker la burla, la trastoca, la atraviesa con otras formas temporales de comprender los padecimientos, la podredumbre, que estaba separada, aislada, encarcelada. El Joker enloquece a Arkham al llenarla de arquetipos (MEAN; SHANNON, 2015), de fantasmas que asechan las “fuentes” y dislocan el tiempo. AHORA, el Joker roba la verdad, la libera; y con ella cuestiona las interpretaciones que han caído sobre sí, sobre los otros, sobre Gotham como metáfora de Nueva York y su podredumbre durante la década de 1970, especialmente.

Y este misreading observa en Arkham ese acontecimiento profundamente violento, porque entonces la risa encuentra una rabia más intensa, en tanto la verdad fabricada desde aquel terrorífico lugar. Una verdad que asecha, pero que se radica de forma primaria en el archivo mismo. Porque lo primero que debe ser tomado, para ofrecer ese giro (dramático e histórico), son las fuentes, es el archivo. Ya que es justamente esa obsesión por el registro que ya referimos, se ve alimentada no solo la “sociedad del espectáculo” (DEBORD, 1995), sino los servicios que intelectuales y artistas ofrecemos al capitalismo (ROSLER, 1999; 2001; 2017). Porque tanto el tiempo del archivo como el denominado “tiempo real”, disloca el tiempo histórico, en tanto su formalización por parte de los seres humanos (PEREIRA; ARAUJO, 2018). Todavía más, cuando los ámbitos actuales están siendo profundamente tocados por el poshumanismo y la posdemocracia, de forma simultanea a la ignorancia que nos gobierna.

Marc Bloch se preguntó del para qué sirve la historia, y al hacerlo interrogó las formas de gestarse, las formas de leer el archivo, las formas del archivo mismo (BLOCH, 2001). Y sus cuestionamientos no han perdido vigencia, en tanto habitamos nuestro propio Arkham, vigilado por filibusteros pseudoempiristas. ¿Por qué envía Batman a la mayoría de sus rivales al manicomio/cárcel? No solo para ser encerrados y con ello, vigilados; también, y seguramente más importante, para buscar tachar sus subjetividades y fabricárseles una nueva. Pero el fracaso de Arkham, del archivo mismo, es que no lo logra del todo, y la verdad, que ha buscado reprimirse comienza a brotar por los aleros del espectral lugar. Y es una verdad atada a la justicia, que desde luego no es la de Batman y la del Estado liberal, sino la que quita la mascara y hace evidente la mentira: la supuesta libertad neoliberal que recluye a los sujetos en sí mismos. De la misma forma, Arkham, el archivo, nos quita la experiencia. ¿Acaso no hemos escuchado que la “mejor” historia es la que está más lejos de nuestro presente?

Por eso, tal y como el Joker en la secuencia final, de lo que buscamos huir es de la sujeción que se produce en el interior de Arkham, y para ello, tal y como el mismo Joker, será necesario dejar otro tipo de huellas en el archivo mismo[12]. Y, entonces, la historia sucumbe ante el Joker, porque este artefacto cultural, intempestivo y anacrónico, nos lanza contra la dura pared de la experiencia y de la verdad. ¿Acaso nuestra ausencia de risa y rabia no es más que nuestra forma de hacer frente a la podredumbre que pretendemos edulcorar con el pasado hecho mercancía? Y eso es justamente lo que el Joker nos obliga a ver, asemejando cierta de escena de Kubrick, pero sobre lo que insistimos, tranquilizándonos, con esa candidez que dice: ¡tranquilos, es ficción! ¡Tranquilos, está allá! Curiosamente, se elude el reconocimiento de que semejante aislamiento es la posmodernidad (en negativo).[13] La historia del tiempo presente mira de frente a los espantos. Esos mismos que han sido construidos desde la década de 1980 cuando el liberalismo se quedó sin contendiente y sin fundamentos; cuando formas diversas de posdictadura se hicieron latentes en diferentes rincones del planeta (SCHWARZBÖCK, 2016).

Muchos dirán que, este conjunto de reflexiones no corresponde a una tarea plenamente historiográfica, pero el colmo resultaría que pretendiera aquí decirles qué hacer y qué no, es decir, sustituir un amo por otro amo. Pero ya es común entre nosotros “inmunizar” la disciplina, aunque esto en palabras de Karl Popper signifique que estamos ante una pseudociencia (MILER, 1995). Por fortuna, historiadores como Zoltán Boldizsár Simon, nos han mostrado recientemente cómo asistimos a discusiones sobre las teorías de la historia en función de la cambiante condición histórica del mundo (SIMON, 2019b; 2019a). A ello, podríamos sumar la tarea que Baudelaire nos indicaba a propósito de lo cómico: imaginar como acto liberador (BAUDELAIRE, 2003).

El Joker nos pone de frente a los problemas de la verdad, la justicia, el tiempo, la experiencia, el archivo, y de nuestra función en la sociedad. Porque el horror, está sujeto a los padecimientos de la memoria. Esta última que, en medio de un mundo digital, puede ser borrada, alterada, en tanto la experiencia no la poseemos. Sin embargo, tal y como los sostuvo Fisher, algo parecido a lo planteado por Harari a propósito de su historia del mañana (HARARI, 2016), “tenemos que inventar el futuro”. O de qué haremos historia, ¿de fantasmas? ¿de máquinas? ¿de humanos que no poseen experiencias, ni memoria? Es tiempo de levantarnos contra lo aburrido y estúpido, así como la mediocridad usada por intelectuales para simplemente no hacer nada; para recalentar el pasado. Para construir la historia del tiempo presente tenemos entonces un trabajo de “hauntologistabricoleur”, mezclado con blasfemia cíborg y desquiciando el tiempo, y, de paso, los archivos.

 

 

 


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NOTAS

[1] Koselleck pensó que existían tres formas de experiencias: origina, acumulación y largo plazo. De la misma manera, consideró que hay tres formas de escritura histórica: registra, desarrolla y re-escribe.

[2] Por “realismo capitalista” Fisher entiende el marco ideológico en el cual vivimos desde la década de 1980, y que torciendo irónicamente lo denominado como “realismo socialista”. Se trata, sostiene Fischer, de ir más allá de las insuficientes categorizaciones respecto al posmodernismo, la posmodernidad y el neoliberalismo; buscando comprender cómo ante las expresiones de Margaret Thatcher de que las transformaciones no solo son del orden “económicamente realista”, sino que “no hay alternativa. Allí, existe una destrucción del tiempo, en tanto el futuro se nos impide y el pasado se reduce a una retromanía (en una mezcla estética y espectáculo). Todo con el propósito de acentuar el análisis sobre la idea, ampliamente difundida, de que no existe nada más allá del capitalismo, y cruzar ello con el hecho de que “Alternativo, independiente y otros conceptos similares no designan nada externo a la cultura mainstream”. Pero la apuesta investigativa de Fisher no recae en visiones apocalípticas o desesperanzadoras, en cambio, estimulan el pensar la “interpasividad” gracias al consumo sin sentido; el “comunismo liberal” que se junta con farsas de “anti-Estado” del neoliberalismo; la necesidad de “repolitizar la salud mental” ante los usos indiscriminados de las neurociencias, del “emprenderismo psiquíco” y el “capitalismo comunicativo”. Y, además, porque al final de su obra sostiene que: “Deberíamos pelear por algo distinto: por la construcción de una modernidad alternativa en la que la tecnología, la producción en masa y los sistemas impersonales del gerenciamiento contribuyan, todos, a la remodelación de la esfera pública. Y público no significa, en este caso, estatal: el desafío es imaginar un modelo de propiedad pública que no sea el de la centralización estatal como la que se dio durante el siglo XX”. (FISHER, 2016).

[3] “Según Claude Lévi-Strauss, el bricoleur es aquel que, a diferencia del científico o el ingeniero, ejecuta sus tareas con las que tiene a mano y encuentra soluciones a partir de los recursos que posee.” (Nota del Editor en la obra de Fisher (2019)).

[4] Hoy todavía persiste, aunque ya bastante menguado, el debate respecto de la relación de esta película con la obra de Issac Asimov que lleva el mismo nombre y publicada en 1950.

[5] La cita que hace Fisher corresponde a: Voyou. “Ideology critics are a superstitions, cowardly lot”, en Dangerous and Lazy, 4 de Agosto de 2008.

[6] Curiosamente en un artículo “celebre” de Jesús Antonio Bejarano (1997), respecto de la denuncia de los peligros posmodernos que podían asaltar a la disciplina histórica a fines de la década de 1990, olvida las características que justamente la posmodernidad y el neoliberalismo ejecutan en la historicidad al activar la nostalgia.

[7] Hoy, solamente una fracción de la historiografía no discute, ni siquiera reflexiona por el hecho que, el posthumanismo es una máquina productora de tiempo y con él, de experiencias. Tenemos, entonces, máquinas haciendo historia (en sus diversas acepciones); simulando la simulación con encuestas, tablas, estadísticas. Esto se parece a un pasaje de Los Simpsons en donde Homero, en el marco de una entrevista televisiva, dice sin inmutarse: “ahora se puede demostrar todo con estadísticas, 40% de la gente lo sabe”.

[8] Algunas ideas de este apartado fueron expuestas en otro texto, con motivo de una conferencia en el Coloquio de Estudiantes de Historia, en la Universidad del Tolima (2019), y que fue titula como “El desierto de lo Real. O de la historia sucumbiendo ante el Joker”. Este último texto, a su vez, se ha incorporado con mayor extensión en el libro la “Hackear la máquina. Sobre el Ahora y de cómo imaginar la educación” (2020).

[9] “The time is out of joint” (Hamlet). “El tiempo está fuera de quicio.”

[10] En la ciudad de Arkham está el Necronomicón, un libro de archi-saberes, pero que según Lovecraft, no puede ser leído por cualquiera, ya que puede provocar la locura o la muerte.

[11] En este texto no entraremos en los detalles donde se asocia al Joker con los arquetipos estudiados por Carl Jung (MEAN; SHANNON, 2015). Aunque ello se trata de una importante veta, así como su relación con los fenómenos asociados a la locura (FOUCAULT, 2015ª; 2015b). No hay que olvidar tampoco que el loco para Jacques Lacan, es aquel que se cree libre.

[12] Un tránsito del archivo al repertorio, ya que no puede grabarse todo. Ver en conjunto la obra de Diana Taylor.

[13] Y las palabras de Žižek a propósito del 11 de septiembre de 2001, nos ayudan: “Deberíamos, por lo tanto, invertir la lectura habitual según la cual las explosiones de World Trade Center fueron una intrusión de lo Real que altera nuestra esfera ilusoria: al contrario, era antes del hundimiento del World Trade Center cuando vivíamos en nuestra realidad, percibiendo los horrores del Tercer Mundo como algo que no formaba parte de nuestra realidad social, como algo que existía (para nosotros) en una aparición (espectral) en televisión. Y lo que sucedió el 11 de septiembre fue que esa aparición fantasmática entró en nuestra realidad. No se trata de que la realidad entrara en nuestra imagen: la imagen entró y rompió en pedazos nuestra realidad (es decir, las coordenadas simbólicas que determinan nuestra experiencia de la realidad).” (ŽIŽEK, 2005).

 

 

 


Créditos na imagem: A Cidade Desperta, Umberto Boccioni (1910).

 

 

 

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