¿A qué debe aspirar hoy la Historia? ¿Cómo imaginar una conciencia histórica que no sea pacificada sino disruptiva? ¿Cómo las políticas temporales de la colonialidad se relacionan con la Historia? ¿Puede el discurso histórico producir torsión política? Estas son algunas de las cuestiones que Mario Rufer persiguió durante su trayectoria como investigador y que hoy aparecen en esta entrevista realizada a finales del mes de junio de 2019, en la Ciudad de México. Rufer, historiador argentino por la Universidad Nacional de Córdoba, hizo su maestría y doctorado en Estudios de Asia y África (Especialidad Historia y Antropología) en el Colegio de México (Colmex), bajo supervisión de Saurabh Dube.
Su tesis, después transformada en libro, La nación en escenas. Memoria pública y usos del pasado en contextos poscoloniales (El Colegio de México, 2010) se trata de un estudio sobre las políticas de la memoria y los usos públicos de la historia, en particular sobre sobre la producción de la memoria social y su relación con la formación del Estado nación moderno, específicamente en los contextos argentino y sudafricano. En estos dos contextos, las últimas décadas impulsaron la emergencia de políticas de la memoria y procesos de justicia transicional que han complejizado las fronteras entre pasado, presente y futuro, y profundizado las luchas por la conciencia histórica en el espacio público. Sus estudios sobre las políticas del tiempo le han hecho notar a Rufer que hoy “quienes [sic] más han [sic] trabajado sobre nuevas nociones de pasado, relación entre pasado y presente y nuevas nociones de temporalidad haya sido la Antropología y no la Historia”, exigiendo un cambio de ruta en la disciplina.
Actualmente Rufer es profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), unidad Xochimilco, donde coordina el doctorado en Humanidades. Tiene como principales publicaciones, además del libro ya mencionado, la coordinación de Nación y diferencia: procesos de identificación y formaciones de otredad en contextos poscoloniales (Editorial Ítaca, 2012) y Nación y estudios culturales: debates desde la poscolonialidad (Editorial Ítaca, 2016). Entre capítulos de libros y artículos se destacan “Alegorías invertidas y suturas al tiempo: nación, museos y la memoria tutelada” en Memoria(s) y política (coord. María del Carmen de la Peza); “La temporalidad como política: nación, formas de pasado y perspectivas poscoloniales” (Memoria Social, enero-junio 2010); “La exhibición del otro: tradición, memoria y colonialidad en museos de México” (Antítesis, julio-dec. 2014).
Sus textos pueden ser encontrados en su perfil en el sitio academia.edu: https://uam-mx.academia.edu/MarioRufer.
***
Mauro Franco – Profesor, el año pasado, después de la publicación de un artículo de Marcos Roitman Rosenmann sobre el “boom de los estudios poscoloniales” en una columna del periódico La Jornada (https://bit.ly/2X2wStF), usted le ha dedicado una respuesta explorando las imprecisiones sobre temas como la crítica poscolonial, el giro decolonial y los estudios de la subalternidad. ¿Por qué cree que ocurren imprecisiones como estas? ¿Cree que sea por algún desdén o porque movimientos intelectuales como los citados tienen algunas semejanzas que conllevan a eso?
Mario Rufer – Creo que uno de los éxitos del establishment contemporáneo con respecto a la academia tiene que ver con que cada vez trabajamos menos en lo que deberíamos estar haciendo: leer seriamente, trabajar con el pensamiento. Nos exigen productivismo de varias formas y eso tiene un corolario muy fuerte que es: “leemos cada vez menos y cada vez menos seriamente”. Una forma de trabajo comprometida con el pensamiento está en crisis. Ahora estamos en varias cosas, formularios, trabajos administrativos y creo que también se nos ha impuesto una forma muy norteamericana de patentar el conocimiento, vender como marcas, como un paquete de ideas sin necesariamente mucha reflexión en el medio, con trabajo fino. Y con eso cada vez es más difícil incomodar, que creo es lo fundamental del pensamiento. Creo entonces que columnas desafortunadas como esta de La Jornada tienen que ver con eso. O sea, algo se puso de “moda”, las corrientes poscoloniales, decoloniales etc. y hay que criticar eso. Está bien que sea así, pero hagamos un trabajo serio de crítica. Hacer una crítica en serio implica leer mucho, entender las genealogías, de donde viene, etc. Porque la descalificación no contribuye. Nosotros acá en la UAM-Xochimilco hemos creado un doctorado sobre estudios culturales y crítica poscolonial, pero de lo que se trata es de trabajar críticamente el lugar de enunciación y la posibilidad de hacer una imaginación transdisciplinar que implique pensar situadamente, porque todo el pensamiento es situado. El universal también, solo que no da cuenta de su situación. Revertir eso es una responsabilidad de la academia acá.
MF – A partir del estudio de algunos contextos poscoloniales en su trayectoria como investigador, usted afirma que en la modernidad tiempo e historia caminan juntos a tal punto que es necesario crear un tiempo que no fisure la historia que había impreso en un destino el único trayecto posible, secular y capitalista. ¿Cuáles son los costos y las pérdidas de esta política temporal moderna que hace que tiempo e historia caminen juntos cuando uno parece adecuarse al otro tan fácilmente? Pregunto con el pensamiento en ciertos tiempos densos y heterogéneos que parecen no adecuarse tan fácilmente a este vínculo entre tiempo e historia.
MR – Este dispositivo temporal es fundamental. Hay que pensar aquí muchas cosas. Primero, tiempo no es lo mismo que pasado y pasado no es lo mismo que pasado histórico, que tiempo histórico. Cuando hablamos de pasado histórico hablamos del pasado sobre el que la Historia permite escribir. Pasado histórico es la discursividad que la Historia habilita cuando la idea de la historia como maestra de vida entra en crisis. Aprendemos que nada se va a repetir nunca más. Es el nacimiento de la conciencia moderna de la Historia. Entonces a mí lo que me parece interesante en un análisis del tiempo en el contexto colonial latinoamericano, después de la “Conquista”, es entender cómo en América Latina el tiempo empieza a adquirir cada vez una función más importante de control y de jurisdicción. No nos olvidemos que las crónicas de la “Conquista”, la literatura de viajes, tienen que ver mucho con inscribir en el tiempo y en la temporalidad larga de la modernidad lo que aquí estaba pasando. Inscribir en un tiempo único y homogénero a diferentes experiencias de “existir con el tiempo”. Con eso, en el siglo XVIII gana fuerza la concepción del “retraso” que acosará América Latina por tanto tiempo. Eso está dicho por ejemplo en Frantz Fanon, en Los condenados de la tierra: ¿por qué la figura del humano es una figura de autoridad? Porque siempre van haber humanos con retraso, que llegan “tarde” a su propia humanidad, tutelados por otros. Es interesante porque Fanon pone primero en la noción de tiempo, y no en la noción de raza –que la secunda—, el peso fundamental para explicar el autoritarismo humanista. La figura del retraso es clave para pensar la inscripción del pensamiento histórico. Y por eso una idea en la que insisto siempre es que el multiculturalismo neoliberal también es un pensamiento histórico (nefasto, pero histórico al fin), porque el multiculturalismo lo que plantea es que podrá haber muchas culturas en una nación, pero una sola historia. En el caso mexicano está inscrito en la propia Constitución en su artículo segundo: pluralidad cultural, única historia (la nacional). Mientras la pluralidad cultural no tenga correlato en la pluralidad histórica, el proyecto político del Estado moderno (que es por definición racista y colonial), está a salvo. Y cuando digo pluralidad histórica no me refiero a “muchas versiones del acontecimiento”. Me refiero más bien a hacer estallar la noción misma de acontecimiento como una intervención singular y necesaria en la cadena de tiempo homogéneo y vacío. La historia no es la secuencia de acontecimientos: es una narrativa contingente sobre la conexión entre acontecimientos. Esa es la cara no dicha del pensamiento multicultural, porque no se quiere reconocer la fragmentación de la historia como una característica necesaria de la experiencia.
MF: O sea, es el hecho de que la Historia haya quedado fijada por mucho tiempo en algunas políticas de “reconocimiento”, pero tales políticas no producían condiciones de igualdad de ningún tipo. Sería necesario para eso una especie de producción de torsión política. ¿Sería algo así como vitalizar y no solo exhibir algunas experiencias históricas marginadas?
MR – Exacto. Te puedo reconocer, también porque reconocer es una extensión de soberanía. No olvidemos que la noción de reconocimiento viene de la expedición militar. Reconozco, registro y avanzo (sobre el espacio, sobre el territorio, sobre el cuerpo del vencido). El reconocimiento multicultural es eso también. Reconozco, inscribo y domestico la posibilidad de existir como subjetivación. No estoy diciendo que no hay que reconocer, o que reconocer los derechos de las minorías no sirvan, sería una estupidez. Pero tenemos que movernos en la ambigüedad que moviliza este terreno. O sea, reconocen hasta el punto que no se amenaza el sustrato y la narrativa histórica de un Estado. Eso es el pensamiento histórico más instaurado. Eso es lo que garantiza la forma de soberanía hoy. Es una cuestión relacionada al tiempo y a la historia. El Estado nacional ha perdido soberanía territorial, política, económica. Pero es en el campo de la cultura que se está extendiendo, que sigue fértil la colonialidad y al mismo tiempo, como en todos los casos, también la resistencia, la potencia de no clausurar el relato que nos hace posibles como pueblo.
MF – Me parece que una de las principales preocupaciones de su obra es cierta coincidencia entre tiempo y nación en la modernidad. Bajo esta coincidencia fue posible concebir pedagogías nacionales como la de un “desarrollo del pueblo en el tiempo”. Sabemos que las historias nacionales dependen de esa coincidencia. Pero ¿cuáles son los efectos más nocivos de esa coincidencia? ¿Qué grupos pierden con esa coincidencia?
MR – Para hablar sobre eso te cuento una anécdota. Yo estaba obsesionado por entender qué pasaba en la historia argentina en el siglo XIX. En la historia argentina hay un sujeto territorial (la pampa) que reemplaza un sujeto social (las poblaciones indígenas) y que al reemplazarlo lo toma metonímicamente, lo anula. No sabemos quiénes eran, dónde estaban. No hay imaginación posible. Y una cosa que me parece interesante es que cuando uno habla del nacimiento de Argentina, del nacimiento de la historia moderna argentina, habla de 1880, de la inmigración. Yo hice esta pregunta en el Museo de Historia Nacional de Buenos Aires. Están ahí todos los cuadros sobre la pampa y el nacimiento del cuadriculado pampeano, que es el mandato de Sarmiento: “¡No sean bárbaros, alambren!”, que es una de las grandes frases del Facundo. Alambre para diagramar los campos y dividir. Y yo le pregunto al guía oficial que ahí estaba: ¿y qué había antes del cuadriculado pampeano? Él me mira y me dice: “¡pasto!”. Y yo le pregunto entonces lo obvio: si no había indígenas, a lo que él me contesta: “¡Ah! sí, pero eso es mucho antes”. Esta es la imaginación histórica que divide la Historia, de la Etnohistoria y de la Antropología. Si tú estudias etnohistoria en Argentina, seguro vas a estudiar la cuestión de la frontera con los indígenas. Pero eso hasta 1870. Uno de los últimos tratados de paz fue hecho por oficiales de Avellaneda en 1877 al sur de la frontera en lo que hoy es Río Cuarto. Estas tierras se empiezan a vender a colonos italianos y alemanes en 1882. Son 5 años. ¿Cómo es posible que no exista ninguna manera de suturar estos los puntos sobre el reemplazo de un sujeto social (el indio) por el sujeto territorial de la nación (las pampas)? Entonces lo que hice fue presentar una propuesta de ponencia en una mesa sobre la inmigración europea en Argentina para pensar eso: la falla, el hiato historiográfico. Todo eso en un Interescuelas de Historia, hablando de la temporalidad de la inmigración y la temporalidad originaria. Diciendo que había un problema en la historiografía que separa congresos sobre la inmigración moderna en Argentina y congresos sobre etnohistoria como si los separaran dos mil años de distinción. Estamos hablando de cosas que ocurrieron coetáneamente. Simplemente que la imaginación histórica no los ha conectado. No me aceptaron la ponencia. Dijeron que era interesante pero que esa reflexión correspondía a la etno-historia, no a la historia argentina. La respuesta fue perfecta porque la negación de expertos del campo corroboró la hipótesis de mi trabajo. El tiempo histórico es fundamentalmente el tiempo de la nación y en Argentina ese tiempo está amparado en dos relatos de forclusión, de borramiento mutuo: un genocidio y un mito. El genocidio contra el indio y el mito de que todos bajamos de los barcos (mito en el sentido estricto: el de un viaje sin territorio, sin origen). La historia liberal unió ambos episodios en un solo sintagma: el genocidio fue un mito (porque no se reconoce), y el mito tornó historia (que empieza en 1880 con la migración –europea y blanca, obvio).
MF – Todavía en la cuestión de las historias nacionales, una cuestión que por veces aparece es si es posible habitar y disputar las historias nacionales “por dentro”, entendiendo que representan una fuerza política importante, o si, teniendo en cuenta ciertos orígenes discriminatorios de esas historias, sería el caso de apostar por otras narrativas que no tengan en la nación su principal fuerza. ¿Como ves esta cuestión?
MR – Es una pregunta muy interesante. Yo no creo en el pensamiento binario, el pensamiento del adentro y del afuera. Seguimos en esa lógica que nos ha hecho muy mal. Ciertas versiones del giro decolonial me parecen algo autoritarias por creer que hay un mundo impoluto “fuera” de la modernidad. Como si fuéramos a encontrar este mundo donde está la solución. Yo no creo en eso. Este es un pensamiento autoritario porque obliga al “otro” a posicionarse “fuera de la historia” otra vez, le niega nuevamente su historicidad, su capacidad de interactuar, evaluar, aceptar y contradecir el pensamiento moderno. ¿Lo verdaderamente potente está en quienes piensan “por fuera” de la nación, “por fuera” del Estado? No lo creo en absoluto. El modo políticamente eficaz de trabajar con el poder es la opacidad, o sea, ser refractario al poder, no dejarse leer por el poder. Y eso implica siempre un pensamiento más complejo (que es el que tuvieron los pueblos sometidos para sobrevivir). Te pregunto: ¿Por qué el zapatismo molestó tanto en México al gobierno y a la política internacional? No fue porque dijeron que “somos indios autónomos, puros, hablamos desde la ancestralidad total etc.”. Fue porque abrieron el primer caracol con sus pasamontañas y también la enorme bandera mexicana atrás y dijeron: “somos indios pero también somos mexicanos. Somos indios pero también queremos estar en la Constitución.” Se colocaron en una operación ambigua, y la ambigüedad es siempre un problema para el poder. Pensemos de hecho en el género. El odio a lo trans o a lo queer está totalmente relacionado con esto. La soberanía no sabe leer la ambivalencia y el mundo de la vida, creativo, gestante de lo nuevo, está justamente ahí. Yo siempre digo: lo importante en este momento no es un pensamiento que se defina como contra-histórico en términos binarios, porque la reacción es siempre captable por el poder, domesticable. Por eso rara vez uso el término resistencia. No me gusta. No me parece operativo epistemológicamente. Como si el sujeto de la acción solo existiera cuando “reacciona” al poder (por ende, cuando es “captado” por él). Como dice Michel Certeau, lo importante es no dejar que el texto se clausure. Lo importante es intervenir en el texto de lo mismo, operar sobre él. Mostrar la provincialidad del poder, su falsa totalidad. Esa es la herida de muerte y no su “contra” versión, porque eso es entrar en su juego lógico.
Me acuerdo cuando fui a un pueblo en Coahuila (estado en el norte de México) en que había pasado supuestamente Pancho Villa y el museo comunitario narraba eso y, sin embargo, en el medio de la sala que se llamaba “Nuestra identidad”, había un indio enorme vestido de rosa, con plumas y pregunté que era. ¿Qué es eso? Y me contestaron: “Pues eso lo compramos de un resto de maniquíes de las películas de cowboys para poner virgencita de Guadalupe y que sea nuestra forma de celebrar la Revolución”. Me pareció bello: era una burla pasmosa a las políticas de identidad del estado que definían cómo debían ser “sus” indios. Habían comprado un indio con plumas, vestido de rosa, que no tenía nada que ver con la sintaxis de la “pluralidad cultural”. Hasta parecía “queer”. Era no dejarse objetivar, jugar con el texto, marcar la capacidad de contradecir (y de denunciar la violencia de las políticas ingenuas de la cultura). Me parece interesante trabajar en esa imposibilidad de clausura, la potencia para no fagocitar el terreno del otro.
MF – En la formación histórica del México moderno la producción de discontinuidad temporal fue una operación fundamental para alejarse del momento colonial. Como consecuencia, en particular desde el siglo XIX, cierta doble conciencia ha marcado las elites criollas que mantenían sus pies en América, pero su mirada en Europa. Todo eso ha quedado muy marcado en análisis como el de Edmundo O’ Gorman, que habla de una “enajenación del pasado”, o de Octavio Paz, que habla varias veces de una cultura que pretende fugarse y romper consigo misma. Para las comunidades indígenas, ¿cuál el significado más preciso de esa doble conciencia de las elites mexicanas y de la producción de discontinuidad temporal?
MR – Considero que el efecto es devastador. Primero porque la figura de las elites criollas ha sido problemática por los propios sentimientos de una experiencia de inferioridad que se vive. O sea, son elites aquí, pero su mirada hacia Europa es una mirada sabida de la diferencia. Nunca van a ser europeos. Por eso creo que es importante cuando nos planteamos: ¿cómo nos ubicaríamos ante Occidente? ¿Somos occidentales? Es una pregunta que no importa lo que digas, sí o no; sabes que está en falta algo. En general nadie responde que no somos occidentales a secas, porque la cara de Oriente salta como una pedagogía y la reacción es pensar: “tampoco somos India o el Congo”. Nos habita la noción de república, modernidad, etc. como una fuerte pedagogía aprendida. Pero aunque afirmemos una especie de occidentalidad, es siempre una afirmación carente. El éxito de la imaginación histórica moderna para América Latina, en tanto imaginación colonial, es su expresión transicional. Siempre estamos en vías de (de desarrollo, de ser un estado exitoso y no fallido, de ser una república completa y no una ciudadanía tutelada, etc). Nuestro régimen de historicidad no es el presentismo como dice Hartog, es la transición. El presentismo será en París. Acá no. Y este es un enorme problema porque se trata de una transición hacia modelos que ya no son (o que quizás no fueron nunca), modelos que no tienen densidad empírica, que sólo tienen consistencia autoritaria en tanto modelos. En América Latina somos un laboratorio que combina estado de derecho con fórmulas de excepción, ciudadanía con modelos de tortura, estados republicanos con formas corporativas y criminales de la política. Para entender eso necesitamos un modelo histórico que explique que esto es el resultado de una combinación de experiencias y de temporalidades altamente funcionales al sistema voraz del capitalismo contemporáneo (la temporalidad de las guerras selectivas, la temporalidad ordálica de la tortura, la temporalidad de la conquista y el despojo funcionan hoy junto con la temporalidad del sujeto universal kantiano y cosmopolita); y esto funciona perfectamente. No hay nada fallido acá: eso es el capitalismo (y no el tiempo vacío y secuencial). Pero en cambio nos ofrecen modelos transicionales: somos estados fallidos, sociedades en vías de, etc. El problema no es sólo la obvia constatación de que entonces hay sociedades que han hecho bien su trabajo (casualmente del Norte, casualmente blancas), y otras que no. El problema es que como el mismo Fanon había planteado, esa imaginación histórica encierra una paradoja: esos que llegan tarde a la historia, que están en vías de, que son “fallidos”, siempre deberán existir. El relato del Uno sólo se sostiene en el señalamiento contrapedagógico del Otro. El humano con retraso es necesario (por ende la cesura, la falla, la pereza del Otro –de nosotros—, no se cerrará ni se despertará nunca en esa imaginación legislativa de la Historia).
Eso ha sido muy explorado por el pensamiento poscolonial diciendo que los conceptos universales son al mismo tiempo indispensables y también inadecuados. Es una ecuación entre indispensabilidad e inadecuación. Las elites criollas son buenas embajadoras de la “civilización”, pero se sabe que no son buenas ejecutoras. Son malas ejecutoras del modelo que defienden. Y su justificativa es que el problema está “adentro”. Y los problemas para ellos son los “indios que no permiten tal cosa”, etc. Lo que es el viejo argumento que el problema de un país al no desarrollarse es cultural, moral etc. Todo el siglo XIX en Latinoamérica se trata de eso. O sea, decían: tenemos todo aquí. Nos fuimos a informar en Europa y tenemos todo para ser un país con seguridad, ciencia, medicina, progreso, pero hay un “material interno” que lo impide, una cesura vernácula Y con eso todo el pensamiento de la “cuestión social” que es muy importante en fines del siglo XIX aquí se matiza con un profundo racismo. En efecto, el problema es este sentimiento de profunda inseguridad de las elites criollas. Eso es el peor del síntoma colonial. Los efectos de la doble conciencia, entonces, respecto a su pregunta, son devastadores. Esa especie de conciencia aún hoy se instala. Rita Segato dice algo que me parece interesante: “Yo puedo ser argentino y blanco, pero desembarco en Europa y soy inmediatamente racializado”. Hay algo que tiene que ver con la constitución del paisaje en el que soy leído que me hace ser eso y que en Europa, en otro paisaje, claramente no. Entonces el papel que jugaron las elites criollas en la construcción de esos paisajes que permiten las jerarquías es fundamental.
MF – De otra parte, algunas comunidades indígenas intentan mostrar cómo la continuidad puede ser una importante herramienta para conocer su experiencia de la historia. Me gusta pensar en el caso del líder campesino mixteco Francisco López Bárcenas que, al narrar la participación mixteca en la Guerra de Independencia no habla de discontinuidad (como la narrativa oficial criolla), pero sí de continuidad entre el momento colonial y el momento independiente. ¿Cuáles son las consecuencias del ocultamiento de esta continuidad histórica?
MR – Primero hay que pensar un poco en eso que Deleuze y Guattari nos enseñaron a pensar, que son las “máquinas de guerra” y la reproducción de los pensamientos maquinísticos. Porque no hay que pensar que todo es igual, todo es lo mismo, siempre somos conquistados y hay un proyecto maquiavélico de no sé quién… no. Las cosas no funcionan así. Segundo, que en este terreno la pulsión por espejar en la noción de proceso y la mancuerna entre proceso y progreso, que es fundamental para el pensamiento histórico moderno, sí ha impedido la posibilidad de pensar las continuidades y aquí sí quisiera decir una cosa. Hay que pensar la noción de continuidad no como algo que se repite y que siempre es igual. La fortaleza del imperialismo, dice Spivak, ha sido su capacidad para presentarse siempre como otra cosa. Eso garantizó la continuidad del imperialismo. Eso garantizó la continuidad de la “Conquista” como estructura, como potencia. Veo la continuidad como potencia, como una fuerza que está en efecto presente y se reedita una y otra vez camuflada bajo otros repases. Hace poco estuve en una comunidad, San Andrés Mixquic (uno de los siete pueblos originarios de la delegación Tláhuac, en la Ciudad de México), trabajando sobre museos y ahí me puse a pensar sobre esa cuestión de lo que pasa con la independencia mexicana para los pueblos indígenas. La Independencia no solamente significa una continuidad como en ciertos casos significó un afianzamiento mucho más brutal que en el período colonial. No es casual que lo que guarden en pueblos como Milpa Alta, por ejemplo, como trofeo fundamental de la posesión de sus terrenos son las cédulas reales de Carlos III, el rey Bourbon, porque fue lo que ellos tuvieron que defender contra la elite modernizadora del México independiente. Conservan sus cédulas reales. Decían: esta tierra nos la entregó el Rey. Es la defensa de un documento colonial. Está bien, también es la defensa de un documento colonial porque entienden perfectamente la lógica de la estatalidad y la lógica de la reproducción de subjetividad en el mundo burocrático. En el siglo XXI el modelo extractivo, como el que encierra la noción de concesión, que es una noción colonial, reaparece de distintas formas. Aparece en Milpa Alta como una posibilidad de la inversión y del progreso. Los pobladores dicen: “concesiones? Pero ya sabemos de eso!”. Sin embargo aparece en el lenguaje de estatalidad como otra cosa: instrumentos para el desarrollo, forma de inversión privada. Pero lo que aquí se reedita son formas de despojo, de expulsión.
MF – Ya caminando para el final, es notable, como una preocupación de su trayectoria, el acercamiento a una compresión del “giro performativo”, o sea, algunas disposiciones epistémicas sobre el pasado que la Historia no ha estado, hasta este punto, tan atenta. Usted llega a decir que la Historia debe aspirar a una política de recuperación. ¿Qué cosa sería exactamente tal política de recuperación? ¿Podría aclararnos a qué cosa debe aspirar la Historia hoy?
MR – Voy empezar por el último. Creo que la Historia necesita reformular lo que está en el corazón de la teoría de la historia que es una teoría de la memoria. Hemos ido operando siempre al revés, como si la memoria necesitara de una teoría de la historia para desprenderse de sus aplicaciones. Eso porque los estudios de la memoria, en su amplio espectro, han entendido que el discurso histórico es solo uno más de los discursos que producen historia y conciencia histórica. No quiero decir que exista con eso una infravaloración del conocimiento histórico. Lo que me parece es que el conocimiento histórico ha estado cada vez menos comprometido con las demandas particulares y las emergencias particulares que han molestado y han desvencijado el discurso rector de lo nacional en los últimos años. Entonces no me parece casual que quien más ha trabajado sobre nuevas nociones de pasado, de relación entre pasado y presente y nuevas nociones de temporalidad haya sido la Antropología y no la Historia. Y eso porque la Historia no ha podido crear un andamiaje conceptual que permita abrirse a la noción necesariamente plural de “producciones de historia” y abrirse a la idea de que una teoría de la memoria es fundamental para interpelar la noción de evidencia y la noción de archivo. Citamos a Benjamin como si fuera una especie de gurú, pero enseguida repetimos la misma práctica, como un ritual. Repetimos lo que dice Benjamin en las famosas Tesis sobre la filosofía de la historia. La única posibilidad de hacer una tradición otra de la historia es trabajar con la noción de anacronismo. Es trabajar con aquello que conecta dos cosas que el pensamiento establecido del tiempo secuencial y homogéneo no permite conectar. Conectar lo aparentemente inconexo es la labor clave de una historia crítica. Pero aunque los historiadores a veces citamos a Benjamin, lo que pareciera que hemos olvidado es que es imposible hacer eso sin interpelar la noción de tiempo. Debemos entender que la idea de tiempo histórico es una noción política, moderna, no universal, no única, no evidente y sobre todo, no empírica. Es aprendida, es contextual y es represiva. Si la Historia tiene que servir para el presente hay que interpelar las nociones de tiempo y de evidencia. Y cuestionar la forma de trabajo y la forma de articulación entre historia, memoria e historiografía. Leer en nuestros espacios donde existen poblaciones numéricamente importantísimas que han sido siempre capturadas por el discurso histórico, “reconocidas”, pero jamás las dejaron construir un discurso histórico, producir torsión política de este discurso. Lo que ha hecho, por ejemplo, Michael Taussig, en Colombia, trabajando con la noción de montaje de tiempo y de imagen dialéctica (ambas deudoras de Benjamin). Él plantea una cuestión decisiva: ¿qué implica el trabajo con modos distintos de imaginar la temporalidad?
MF – Me gustaría terminar con una cuestión acerca de los museos, que ha sido uno de los temas de mayor interés en su trayectoria como investigador. Durante mucho tiempo rigió el paradigma de lo que usted nombra “complejo exhibitorio”, una forma muy clara del Estado “tutelar” el patrimonio bajo una narrativa homogénea y unificadora con casi ningún aprecio por la diferencia. ¿Cuál sería el camino hoy para pensar una historia de la diferencia a partir los museos?
MR – Una cosa fundamental que persigo últimamente es pensar de qué modo una voluntad de soberanía y control de la estatalidad, tiene que ver con la idea de que reconozco algo que pueda objetivar la cultura: una taza, un guaje, un cacharro, una figurita arqueológica. Y últimamente he escrito un poco sobre relatos que me han impactado mucho en ciertos museos donde se intenta hablar de lo que no se tiene y de lo que se perdió. La articulación de memoria como relatos de pérdida. Esta idea de reconocerse no en el fragmento, no en el objeto que hace metonimia de orgullo de sí mismo, de su comunidad, de su historia, sino en la pérdida como una continuidad de la experiencia. En la objetivación no hay posibilidad de conflicto, no hay posibilidad de que aparezca una estampa otra que no sea la del indio pacificado. Por eso la retórica patrimonial es siempre una retórica de guerra y colonial. O muestra lo obtenido como botín, o muestra lo exhibido en tanto pacificado, despojado de accidente y de conflicto. Asegurado por la técnica de la guerra ahora refundada en ténica del saber: clasificación, taxonomía y reconocimiento. El discurso patrimonial evita la relatoría de la violencia. Cuando estuve en San Andrés Mixquic, un pueblo muy visitado en la celebración del día de muertos en México, observé que tienen ahí un museo comunitario que obviamente tiene todas las flores para este día etc. Pero cuando estuve trabajando con ellos hace unos años, el director del museo me dijo que en el pueblo había desaparecidos por el narco. Y el director no entendía por qué no se podía hablar de la violencia en el museo, poner junto con las piezas enterradas por la violencia colonial, a las fotos de los jóvenes desaparecidos por la violencia necropolítica del estado poscolonial actual. ¿No era posible instalar las dos formas de objetivar una experiencia local? ¿No era esa una manera exacta de conectar lo aparentemente in-conexo? Pero, en sus palabras, los agentes del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) no los dejaron. No tenía que ver con “el orgullo y el patrimonio del pueblo”. Por eso hay que pensar muy claramente las formas irreconciliables entre memoria, historia, patrimonio, cultura y pasado. Tenemos que tener en claro para quién trabajamos y qué implica tener una perspectiva crítica sobre la experiencia del tiempo.
En Jamapa, estado de Veracruz, una cocinera me dijo que estuvieron un año tratando de convencer el maestro para hacer un museo de lo que no tenían. ¿Por qué no hacer un museo de lo que “no tenemos”?, me decía. Me parece una idea fantástica y a partir de ahí he comenzado a pensar en la necesidad de hablar de la pérdida, no de la objetivación de la memoria, sino una memoria de la pérdida. Una memoria de algo que desafíe esa voluntad de objetivación (de exhibir un resto, un pezado) que es siempre una voluntad de pacificar la cultura. Si vas al Museo Nacional de Antropología, en los pisos de arriba donde están las representaciones de los pueblos indígenas de hoy (en los pisos de abajo están las representaciones de las culturas clásicas como Teotihuacanos, Aztecas, Mayas etc.) percibes que mientras abajo están todas las representaciones bélicas, de fuerza, del pueblo que defiende, etc., arriba solo hay maniquíes, textiles e indios pacíficos. Son, ante todo, eso: indios pacíficos. Y son pacíficos no por naturaleza (porque la parte de abajo te muestra su potencia soberana y de guerra). Son pacíficos porque han sido “pacificados”. Lo habilita esa imagen es que la posibilidad de existir como indígena en este país hoy, sea como indio pacificado. En el momento que esa estampa cultural se une con la de un indígena capaz de crear movimiento social, autonomía, cultura política, dejas de ser ese indígena-estampa y eres automáticaente una amenaza para la república. Ese desdoblamiento simultáneo (indígena pacificado venerado e indígena activo convertido en amenaza, criminalizado y reprimido) es el éxito perverso del multiculturalismo actual y de la historia única. Cultura como belleza inocua es un orgullo nacional, pero ser histórico políticamente activo, es una amenaza para la nación.
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Mauro Franco
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